"Queremos saber qué hay allí…", dice Kurt Diemberger en su libro K2, el nudo infinito.
Realmente algo de eso hay. Cuando uno se está acercando a una cima, a veces -inclusive- al final de una vía corta, es como si algo que residiera allí arriba tirara de uno. Es como si allí se encontrara el arcano imposible con todas sus respuestas, un caramelo cósmico, un tesoro. Sí, buscar una cima es como ir tras un tesoro que nunca está allí. Uno va de pirata, surcando mares de roca, hielo, nieve, con la falsa -muy sabida falsa- convicción de que hay un premio esperándolo. El trofeo, claro, es llegar. Pero siempre queda el regusto semiamargo de que el tesoro no estaba allí, que se volvió a escapar. Por eso tal vez sea tan duro el descenso, porque nace de encontrar ese vacío. Tiene como algo de melancolía y una sutil pero presente sensación de falta, de nada. Así que después hay que volver, cada vez, a una nueva cima, a seguir buscando ese elusivo cofre. Volver, adicto.